Bienaventurados los ricos porque de ellos es la arrogancia en el reino de la tierra; mientras los pobres ven constantemente relegada la esperanza de justicia al “reino de los cielos”
En los últimos años, la pobreza y la exclusión social han generado un profundo sufrimiento en nuestra sociedad. No se trata solo de una crisis económica, sino también moral y estructural. Como señalaron Monseñor Arnulfo Romero y Monseñor Leonidas Proaño, no se puede anunciar el Evangelio sin denunciar la injusticia y acompañar a los empobrecidos en su lucha por la vida digna.
Ante esta realidad, la generosidad y la solidaridad de los gobiernos brilla como signos de poder y no como Jesús enseñó, que compartir desde la escasez es fuente de bendición. La opción preferencial por los pobres, que ambos obispos encarnaron, exige no solo caridad, sino auténtico compromiso político y social, que debe traducirse en acción transformadora.
El papa Francisco, ha llamado a vivir las obras de misericordia como camino de conciencia frente a la pobreza. Nos recuerda que la Iglesia no puede ser neutral ante la desigualdad: debe ser voz de los sin voz, como lo fue Monseñor Romero desde el púlpito y Monseñor Proaño junto a los indígenas de la sierra ecuatoriana. Hoy, la corrupción política y financiera, junto con la violencia organizada siguen matando la esperanza popular. Por eso, urge una conversión ética y espiritual que impulse una patria nueva, donde la justicia y la equidad sean una realidad.
A diario vemos miles de familias sufriendo por una agudización de la pobreza, que como Monseñor Proaño afirmaba “perpetúan el dolor del pueblo”, debido a la falta de fuentes de trabajo, hiriendo la dignidad humana y alimentando el dolor social. También los niños y los ancianos viven situaciones de abandono. Monseñor Romero decía, “necesitamos una iglesia que se encarne con los pobres y los acompañe en su caminar”, porque “la niñez y la mujer son la esperanza de ese otro mundo posible, pero también son el termómetro de la injusticia de un país”.