En fechas como la Navidad, cuando el discurso público se llena de palabras amables, conviene preguntarnos qué tan sinceros somos con la idea de paz y con la lucha real contra la pobreza. El Premio Nobel, tantas veces celebrado como símbolo de excelencia moral, no debería ser un ritual de aplausos entre élites, sino un espejo incómodo que nos obligue a mirar de frente nuestras contradicciones.
El Nobel de la Paz ha reconocido a personas y organizaciones que apostaron por los derechos humanos, el diálogo y la defensa de los sectores vulnerables. La paz no es un discurso abstracto; es una condición material. Sin paz no hay escuelas que funcionen, hospitales que resistan ni economías capaces de ofrecer oportunidades reales. Hablar de paz es hablar de trabajo y dignidad. Por eso, promover la paz es una forma profundamente política de combatir la pobreza.
Este espíritu también atraviesa a otros premios Nobel. La Medicina que mejora la salud pública, la Economía que cuestiona modelos injustos y la Ciencia que busca soluciones sostenibles demuestran que el conocimiento, cuando se orienta al bien común, puede ser una herramienta poderosa contra la exclusión. El problema surge cuando esos avances se desconectan de la realidad social y se ponen al servicio del mercado antes que de la humanidad.
Los grandes medios de comunicación, no son neutrales ni independientes. Responden a los intereses de las élites. Son la maquinaria que produce el engaño, fabrican titulares que ocultan las verdaderas causas de la pobreza y construyen culpables falsos para desviar la atención. Mientras tanto, celebran premios y gestos simbólicos que no cuestionan el sistema que reproduce la desigualdad.
El legado de Alfred Nobel, nacido en 1895, tenía la intención ética de premiar aportes que beneficiaran a la humanidad sin distinción. Sin embargo, la entrega del galardón a la señora Machado revela una pregunta de fondo: ¿puede hablarse de paz cuando ciertas estrategias políticas profundizan la confrontación o el sufrimiento de los pueblos? El Nobel no debería premiar solo narrativas, sino resultados concretos en favor de la reconciliación y el bienestar colectivo.
Hoy, el Premio Nobel sigue siendo un llamado ético a recordar que la paz es inseparable de la justicia social y que no podemos aceptar como destino natural aquello que es el resultado de un sistema diseñado para explotarnos.