La historia del movimiento obrero ecuatoriano está escrita con sangre, sudor y dignidad. El 15 de noviembre de 1922, centenares de trabajadores fueron masacrados en Guayaquil mientras exigían derechos elementales: jornada de ocho horas, salarios justos y respeto a la ley laboral. La oligarquía y el Estado, bajo el gobierno de José Luis Tamayo, respondieron con balas a la organización obrera. Aquella matanza no fue un hecho aislado: fue el inicio de una larga tradición de persecución contra quienes se atreven a desafiar el poder del capital.
Cien años después, el panorama se repite, disfrazado de “modernización” y “flexibilidad laboral”. El discurso oficial pretende hacernos creer que precarizar el empleo y facilitar los despidos es “crear oportunidades”. Pero tras esa retórica se esconde la misma lógica de siempre: subordinar al trabajador a los intereses empresariales. Hoy se criminaliza la protesta sindical, se persigue a dirigentes, se disuelven organizaciones y se desmantelan los pocos espacios de negociación colectiva que quedan.
El gobierno de Daniel Noboa, mediante una consulta popular nefasta, busca consagrar por vía democrática el despojo de derechos conquistados hace un siglo. Se ofrece una falsa elección mientras se consolida un modelo laboral que legaliza la inestabilidad, debilita la seguridad social y vuelve el empleo un privilegio precario. La llamada “reforma por el empleo” es la legalización de la explotación. A ello se suma la reforma a la LOSEP, que criminaliza la paralización laboral y permite disolver sindicatos públicos, imponiendo silencio y anulando la organización de la clase trabajadora.
El sindicalismo ecuatoriano atraviesa una crisis profunda, cooptado y fragmentado. Pero el momento exige recuperar su sentido combativo, su capacidad de lucha y su memoria histórica. Los mártires del 15 de noviembre no cayeron por reformas cosméticas, sino por un ideal de justicia y dignidad que hoy sigue pendiente.
Recordar el Guayaquil de 1922 no es nostalgia, es advertencia. Cada vez que el capital impone su dominio absoluto, los derechos retroceden y la injusticia avanza. Frente a la farsa del poder, el único camino sigue siendo la organización y la lucha. Porque los derechos no se mendigan ni se votan: se conquistan en las calles.