La escuela pública, lejos de ser una isla aislada, refleja las tensiones, dolores y esperanzas de la sociedad ecuatoriana. Nuestro país está marcado por la desigualdad, la violencia estructural y la exclusión histórica, el interior de las aulas se han convertido en escenarios donde se evidencian estos males, convirtiendo la escuela en un fiel reflejo de la sociedad.
Paulo Freire nos enseñó que la educación no puede ser un acto neutral. O bien reproduce la opresión o se convierte en práctica de libertad. En Ecuador, muchas escuelas públicas enfrentan el reto de acoger a niñas, niños y adolescentes que llegan no solo con cuadernos en sus mochilas, sino con heridas sociales: violencia intrafamiliar, desnutrición, pobreza, migración forzada, inseguridad social. Sin embargo, esas heridas no deben paralizarnos, sino motivarnos a una pedagogía crítica que escuche, dialogue y transforme.
Las violencias que cruzan nuestras comunidades –desde la exclusión política hasta la cultura narco que se difunde como modelo de éxito– encuentran eco en el aula. Pero la respuesta no puede ser la mera contención o el control conductual. Como decía Freire, educar es un acto profundamente político. Necesitamos formar sujetos críticos que comprendan su realidad y se sientan capaces de transformarla.
El sistema educativo ha sido históricamente domesticador, pero la escuela puede y debe recuperar su función emancipadora. Para ello, no basta con reformas desde arriba. Se necesita una reinvención desde abajo: desde las prácticas docentes, desde el compromiso comunitario, desde el reconocimiento de la dignidad y saberes del estudiantado.
En Ecuador, son muchas las maestras y maestros que, en condiciones adversas, construyen día a día espacios de esperanza. Desde la autogestión, la pedagogía del afecto y el diálogo horizontal, resisten el abandono estatal y las lógicas utilitaristas del mercado. Son ellas y ellos quienes sostienen la escuela como espacio de posibilidad.
Pero no deben hacerlo solos. Es imprescindible que el Estado asuma su responsabilidad histórica de garantizar una educación pública liberadora, crítica y contextualizada. No como un privilegio, sino como derecho y deber democrático.
En tiempos donde la desesperanza se impone, la escuela puede ser semilla de transformación si opta por una pedagogía que no impone, sino que pregunta; que no oprime, sino que libera. Esa es la verdadera tarea de la educación como respuesta activa ante las injusticias sociales.