viernes, 23 de diciembre de 2016

Una escuela para que los chicos disfruten la vida


Con preocupación y una especie de ira reprimida el inspector escolar pedía a los estudiantes ayuden a mantener el orden, la limpieza y la seguridad del plantel. Cuándo podremos desde la escuela potenciar la participación de los estudiantes en estas tareas como un aspecto fundamental de su educación.
En una escuela descontextualizada en la que se habla retóricamente de valores, no se puede promover la adquisición de hábitos saludables, tampoco podrán los chicos ni de manera individual y menos comunitaria, responsabilizarse de los espacios que cohabitan.
Por suerte o por compromiso hay niños, niñas y jóvenes que exigen una escuela más auténtica, que sea menos teórica, previsible, aburrida y desconectada de la realidad. Mientras los padres de familia creen que la escuela durante la jornada escolar los forma para la vida, para muchos de los estudiantes, recién la vida empieza a la salida de clases y termina por la mañana, cuando ingresan al plantel donde ellos piensan que se les obliga a dejar fuera sus gustos, motivaciones e intereses, sus conocimientos y habilidades no académicas, sus ilusiones y sus sueños...
La idea de convertir la escuela en un espacio de preparación para la vida, como decía John Dewey, parece aún una imagen incierta e imprevisible, porque con un currículo basado en destrezas con criterios de desempeño y en el afán de acercarla a la realidad, parece que la estamos alejando de lo cotidiano, de los problemas del entorno escolar y comunitario. No son pocos los estudiantes que ven a la escuela como una especie de cárcel del siglo XIX en la que se cierran las puertas con llave, se tocan sirenas, se les hace controles excesivos y seguimientos que nada tienen que ver con su entorno natural y social de aprendizaje.
Hoy es preciso una escuela emancipadora que vincule el desarrollo de las capacidades con los espacios y procesos a los que están destinadas, que conjugue el aprendizaje con los problemas que los chicos enfrentan ahora y no mañana, para que no tengan la impresión de vivir su vida sino de que realmente la vivan.
Queda entonces a los docentes brindar más oportunidades a los estudiantes para acceder a espacios naturales y cotidianos, promover la capacidad de organizarse y decidir sobre los asuntos que les afectan, como son la limpieza, el orden y la seguridad. Es decir hay que contextualizar los aprendizajes, volverlos más prácticos, cotidianos y auténticos.

sábado, 17 de diciembre de 2016

La educación que tenemos no es la que se nos prometió, menos aun la que necesitamos para construir la patria nueva


Pareciera que la corrupción económica y moral que involucra a altos funcionarios del gobierno desplaza el necesario y sesudo análisis de la problemática educativa, que siendo parte de la crisis nacional, tiene su propia particularidad.
La educación que tenemos no es la que se nos prometió, menos aun la que necesitamos para construir la patria nueva. Pese a que la Constitución establece que la educación “es un derecho de las personas a lo largo de la vida” y “un deber ineludible del Estado”, esto no es así, porque precisamente durante la década ganada, se han cerrado cientos de escuelas con el engaño de los planteles del milenio que no son tales. Con el cuento de la calidad y la meritocracia se desprecia la carrera docente y se desconoce la organización sindical.
Se ha dicho más de una vez que la única vía garantizar e impulsar el desarrollo integral de las personas y de los pueblos es contar con un sistema educativo de buena calidad. Sin embargo la educación pública en todos sus niveles y modalidades no tiene una cultura nacional que conlleve a lograr la emancipación, la libertad, la justicia, la equidad y el anhelado buen vivir.
Para que esta premisa sea una realidad es imprescindible ahora y no mañana, que los candidatos presidenciales asuman el compromiso de que la educación es un asunto de todos, y por tanto buscar los consensos para mejorar la calidad y atender prioritariamente los problemas de falta de equidad y hacer posible que todos los ecuatorianos aprendan para la vida y a lo largo de toda la vida. Sólo así se crearán las oportunidades para que cada quien realice sus aspiraciones y logre una vida digna, productiva y solidaria.
Para avanzar en este sentido, requerimos contar con un sistema de educación emancipador en su sentido lato. Un sistema coordinado con la sociedad en su conjunto, sólo así habrá la oportunidad para el desarrollo del país, para la transformación política que demanda la afirmación de una identidad nacional, así como el fortalecimiento de la democracia, la solidaridad y la equidad.
Para lograr esa educación emancipadora, necesitamos de la corresponsabilidad de los candidatos presidenciales y de los docentes, ese compromiso, permitirá elevar la calidad de la educación, mejorar la oferta educativa, y paralelamente recuperar la trayectoria combativa y democrática de la Unión Nacional de Educadores.

viernes, 9 de diciembre de 2016

La historia continúa… y la lucha también

“Un día saldremos todos a caminar por este mundo nuevo, y nadie podrá detenernos.” 

La muerte de Fidel Castro, aquel 25 de noviembre de 2016, no fue solo la partida física de un líder. Fue un momento de ruptura simbólica en la historia de América Latina y del mundo. Para las élites de derecha, significó el fin de una era incómoda. Para los pueblos, en cambio, fue la despedida de un referente ético y político, un faro que iluminó con firmeza el camino de la dignidad. Fidel no se fue: se multiplicó en cada lucha, en cada escuela, en cada trinchera de quienes no se rinden ante el poder.

La derecha celebró, pero se equivocó: Las celebraciones de la derecha internacional —desde Miami hasta los salones del poder en Washington y Bruselas— evidenciaron cómo Fidel encarnaba un desafío intolerable para el capitalismo. No era solo el líder de una pequeña isla que se atrevió a desafiar al imperio más poderoso del mundo: era la prueba viva de que otro modelo era posible. Mientras el neoliberalismo se imponía con sangre y fuego, Cuba, bloqueada y asediada, seguía educando, curando, resistiendo.

Un símbolo que no pudieron borrar: Durante más de medio siglo, Fidel fue un dolor de cabeza para quienes quisieron convencer al mundo de que no hay alternativa al mercado. Lo demonizaron sin descanso: lo llamaron dictador, silenciaron los atentados y el sabotaje que sufrió su gobierno, y negaron la épica de un pueblo que, pese a todo, eligió no rendirse. Esperaban que su muerte abriera la puerta a una transición al capitalismo, que con ella se cerrara definitivamente el capítulo de la Revolución Cubana. Pero se equivocaron.

El pueblo no lloró, se levantó: En los barrios pobres de América Latina, en las comunidades indígenas, en las organizaciones populares, su muerte no fue celebrada. Fue sentida. No se lloraba a un jefe de Estado, sino a un compañero de lucha. En La Habana, en Caracas, en Quito, en La Paz, el dolor se mezcló con convicción: Fidel había sembrado conciencia, y eso no muere. “Yo soy Fidel”, gritaban miles de jóvenes. No era un eslogan: era una promesa.

Coherencia, dignidad y entrega: Fidel no fue un político convencional. Fue un revolucionario de los pies a la cabeza, que entregó su vida a un sueño colectivo. Encabezó una Revolución que nacionalizó la riqueza, llevó la salud y la educación a todos los rincones, y demostró que un pueblo organizado puede resistir al imperio. No acumuló fortunas, no buscó privilegios, no se arrodilló ante nadie. Fue un líder que caminó junto a su pueblo, no por encima de él. Y eso lo convirtió en un símbolo de coherencia, valentía y humanidad.

Un legado que cura y educa: Su legado no está solo en la historia de Cuba. Está en cada brigada médica que llegó a lugares donde nunca hubo un doctor, en cada joven latinoamericano que estudió gratuitamente en sus universidades, en cada rincón del mundo donde Cuba tendió la mano solidaria sin pedir nada a cambio. Mientras otros bombardearon pueblos enteros, Fidel envió médicos, alfabetizadores, esperanza.

La Revolución como proceso vivo: Por eso su muerte no marcó un final, sino un llamado. Nos recordó que las revoluciones no son monumentos del pasado, sino procesos vivos, que requieren compromiso, crítica, creatividad. El propio Fidel lo entendía así: la Revolución debía adaptarse, avanzar, rectificar, sin renunciar jamás a sus principios. Hoy, cuando el capitalismo muta y refuerza sus mecanismos de dominación —ahora también digitales, culturales, mediáticos—, su ejemplo es más necesario que nunca.

Homenaje en acción, no en bronce: Desde una mirada revolucionaria, rendirle homenaje a Fidel no es repetir sus discursos, sino continuar su praxis: estudiar, organizarse, luchar, resistir. Construir poder popular desde abajo, con ética, con ternura, con radicalidad. Fidel no es una estatua de bronce: es una llama que sigue viva en cada causa justa, en cada pueblo que se levanta, en cada consigna que exige justicia y soberanía.

Una siembra para los pueblos: Para las élites, su muerte fue una supuesta victoria simbólica. Para los pueblos, fue una siembra. Su legado germina en cada colectivo que resiste, en cada aula que enseña pensamiento crítico, en cada campesino que defiende la tierra, en cada trabajador que se organiza. Vive en la memoria de quienes no se resignan.

Fidel Castro fue más que un dirigente: fue una síntesis entre el marxismo, el humanismo radical, el internacionalismo y el antimperialismo. Su vida es testimonio de que la historia no ha terminado, y de que la lucha sigue. Como él mismo escribió: “Un día saldremos todos a caminar por este mundo nuevo, y nadie podrá detenernos.” Esa marcha no ha cesado. Fidel ha muerto, pero el pueblo no. Y mientras exista opresión, habrá revolución.