“Un día saldremos todos a caminar por este mundo nuevo, y nadie podrá detenernos.”
La muerte de Fidel Castro, aquel 25 de noviembre de 2016, no fue solo la partida física de un líder. Fue un momento de ruptura simbólica en la historia de América Latina y del mundo. Para las élites de derecha, significó el fin de una era incómoda. Para los pueblos, en cambio, fue la despedida de un referente ético y político, un faro que iluminó con firmeza el camino de la dignidad. Fidel no se fue: se multiplicó en cada lucha, en cada escuela, en cada trinchera de quienes no se rinden ante el poder.
La derecha celebró, pero se equivocó: Las celebraciones de la derecha internacional —desde Miami hasta los salones del poder en Washington y Bruselas— evidenciaron cómo Fidel encarnaba un desafío intolerable para el capitalismo. No era solo el líder de una pequeña isla que se atrevió a desafiar al imperio más poderoso del mundo: era la prueba viva de que otro modelo era posible. Mientras el neoliberalismo se imponía con sangre y fuego, Cuba, bloqueada y asediada, seguía educando, curando, resistiendo.
Un símbolo que no pudieron borrar: Durante más de medio siglo, Fidel fue un dolor de cabeza para quienes quisieron convencer al mundo de que no hay alternativa al mercado. Lo demonizaron sin descanso: lo llamaron dictador, silenciaron los atentados y el sabotaje que sufrió su gobierno, y negaron la épica de un pueblo que, pese a todo, eligió no rendirse. Esperaban que su muerte abriera la puerta a una transición al capitalismo, que con ella se cerrara definitivamente el capítulo de la Revolución Cubana. Pero se equivocaron.
El pueblo no lloró, se levantó: En los barrios pobres de América Latina, en las comunidades indígenas, en las organizaciones populares, su muerte no fue celebrada. Fue sentida. No se lloraba a un jefe de Estado, sino a un compañero de lucha. En La Habana, en Caracas, en Quito, en La Paz, el dolor se mezcló con convicción: Fidel había sembrado conciencia, y eso no muere. “Yo soy Fidel”, gritaban miles de jóvenes. No era un eslogan: era una promesa.
Coherencia, dignidad y entrega: Fidel no fue un político convencional. Fue un revolucionario de los pies a la cabeza, que entregó su vida a un sueño colectivo. Encabezó una Revolución que nacionalizó la riqueza, llevó la salud y la educación a todos los rincones, y demostró que un pueblo organizado puede resistir al imperio. No acumuló fortunas, no buscó privilegios, no se arrodilló ante nadie. Fue un líder que caminó junto a su pueblo, no por encima de él. Y eso lo convirtió en un símbolo de coherencia, valentía y humanidad.
Un legado que cura y educa: Su legado no está solo en la historia de Cuba. Está en cada brigada médica que llegó a lugares donde nunca hubo un doctor, en cada joven latinoamericano que estudió gratuitamente en sus universidades, en cada rincón del mundo donde Cuba tendió la mano solidaria sin pedir nada a cambio. Mientras otros bombardearon pueblos enteros, Fidel envió médicos, alfabetizadores, esperanza.
La Revolución como proceso vivo: Por eso su muerte no marcó un final, sino un llamado. Nos recordó que las revoluciones no son monumentos del pasado, sino procesos vivos, que requieren compromiso, crítica, creatividad. El propio Fidel lo entendía así: la Revolución debía adaptarse, avanzar, rectificar, sin renunciar jamás a sus principios. Hoy, cuando el capitalismo muta y refuerza sus mecanismos de dominación —ahora también digitales, culturales, mediáticos—, su ejemplo es más necesario que nunca.
Homenaje en acción, no en bronce: Desde una mirada revolucionaria, rendirle homenaje a Fidel no es repetir sus discursos, sino continuar su praxis: estudiar, organizarse, luchar, resistir. Construir poder popular desde abajo, con ética, con ternura, con radicalidad. Fidel no es una estatua de bronce: es una llama que sigue viva en cada causa justa, en cada pueblo que se levanta, en cada consigna que exige justicia y soberanía.
Una siembra para los pueblos: Para las élites, su muerte fue una supuesta victoria simbólica. Para los pueblos, fue una siembra. Su legado germina en cada colectivo que resiste, en cada aula que enseña pensamiento crítico, en cada campesino que defiende la tierra, en cada trabajador que se organiza. Vive en la memoria de quienes no se resignan.
Fidel Castro fue más que un dirigente: fue una síntesis entre el marxismo, el humanismo radical, el internacionalismo y el antimperialismo. Su vida es testimonio de que la historia no ha terminado, y de que la lucha sigue. Como él mismo escribió: “Un día saldremos todos a caminar por este mundo nuevo, y nadie podrá detenernos.” Esa marcha no ha cesado. Fidel ha muerto, pero el pueblo no. Y mientras exista opresión, habrá revolución.