Introducción
En el
actual contexto de crisis estructurales–ambientales, sociales, económicas y
culturales–, la noción de “Educación para el Desarrollo” exige una revisión
profunda desde perspectivas críticas. Lejos de ser un concepto neutral, el
desarrollo ha sido instrumentalizado para legitimar relaciones de dominación.
Desde una mirada emancipadora y marxista, la Educación para el Desarrollo no
debe ser entendida como un dispositivo técnico-administrativo ni como un
mecanismo de adaptación al mercado, sino como una praxis liberadora, enraizada
en la historia de lucha de los pueblos por su autodeterminación y dignidad.
La
educación como terreno de disputa ideológica
La
educación no es un espacio neutral; es un campo de lucha en el que se disputan
sentidos, valores y proyectos de sociedad. En el marco del capitalismo, ha sido
capturada por una lógica funcionalista que exalta la eficiencia, la
competitividad y el emprendimiento, despojándola de su dimensión ética y
política. No obstante, desde diversas resistencias –sindicatos docentes,
movimientos indígenas y pedagogías críticas–, se ha venido gestando una
alternativa: una educación popular que concibe el desarrollo como proceso
colectivo de liberación, y no como simple modernización económica.
Desarrollo
y dominación: crítica a la narrativa hegemónica
El
discurso dominante presenta el desarrollo como un proceso lineal, deseable y
medible, al que todos los países deben aspirar siguiendo un modelo único:
capitalista, eurocéntrico y extractivista. Esta visión ha servido
históricamente para justificar la explotación del Sur Global y la imposición de
políticas neoliberales a través de organismos internacionales como el Fondo
Monetario Internacional y el Banco Mundial.
Desde
el enfoque marxista, el desarrollo capitalista no es incluyente ni armónico,
sino profundamente desigual, basado en la acumulación por despojo y en la
subordinación de las clases trabajadoras. La verdadera pregunta no es si los
países están avanzando, sino quién se beneficia de ese avance y a qué costo
humano y ecológico. En este sentido, la Educación para el Desarrollo debe
contribuir a la comprensión crítica de estas desigualdades y a la organización
colectiva para superarlas.
Más
allá de la Agenda 2030: sostenibilidad y justicia social
La
Agenda 2030 y sus Objetivos de Desarrollo Sostenible proponen erradicar la
pobreza, garantizar la educación de calidad y frenar el cambio climático. Sin
embargo, estos objetivos corren el riesgo de convertirse en meras declaraciones
si no se confrontan las raíces estructurales del capitalismo global,
responsable de las crisis que se pretenden resolver.
Desde
una perspectiva marxista, el desarrollo sostenible solo es posible mediante la
transformación radical de las relaciones sociales de producción y propiedad.
Esto incluye democratizar el acceso a recursos esenciales –tierra, agua,
energía, conocimiento–, y erradicar las opresiones estructurales como el
colonialismo, el patriarcado, el racismo y el clasismo. La educación, por
tanto, debe ser un instrumento de concientización, de articulación de luchas y
de construcción de alternativas desde abajo.
Voces
silenciadas: pueblos originarios y saberes emancipadores
Los
pueblos indígenas y campesinos han sido históricamente excluidos de los modelos
de desarrollo impuestos desde el poder. En nombre del progreso, han sido objeto
de despojo, desplazamiento y violencia. Sin embargo, también han resistido,
preservando prácticas comunitarias, conocimientos ancestrales y formas de vida
alternativas al modelo capitalista.
Organizaciones
como la CONAIE y la UNE han impulsado una pedagogía crítica, territorial y
política, que revaloriza los saberes propios y la lucha social. Esta educación
no concibe el aprendizaje como mera transmisión de contenidos, sino como proceso
político de recuperación de la memoria, afirmación cultural y construcción de
autonomía. En este marco, el kichwa, el shuar o el awapit no son lenguas
folklóricas, sino vehículos de pensamiento, resistencia y creación.
La
escuela pública como espacio de resistencia
En
contextos empobrecidos, la escuela pública no solo cumple funciones educativas,
sino que se convierte en refugio y en trinchera de resistencia. Docentes de
zonas rurales y periféricas enfrentan día a día múltiples formas de injusticia –hambre,
violencia, discriminación–, y lo hacen desde una ética pedagógica profundamente
comprometida con la transformación social.
Inspirados
en Paulo Freire, estos educadores no buscan domesticar conciencias, sino
acompañar procesos de liberación. Frente a la educación bancaria, que cosifica
al estudiante, se plantea una educación dialógica, en la que el conocimiento se
construye colectivamente. Desde esta perspectiva, el maestro no puede ser
neutral: debe tomar partido por los oprimidos y actuar como militante de la
conciencia y del saber popular.
Tecnología,
inteligencia artificial y nuevas formas de enajenación
El
avance de la inteligencia artificial en la educación plantea desafíos que deben
analizarse críticamente. Aunque estas tecnologías pueden tener un potencial
democratizador, actualmente están al servicio del capital transnacional.
Plataformas, algoritmos y sistemas de vigilancia digital son diseñados por
corporaciones que responden a la lógica del lucro.
La
educación no puede reducirse a procesamientos automáticos ni a indicadores
cuantitativos. Aprender implica construir sentido, establecer vínculos y
desarrollar pensamiento crítico. La tecnología debe estar al servicio de la
emancipación, y no de la enajenación. Para ello, los pueblos deben recuperar el
control sobre el desarrollo científico-tecnológico y orientarlo hacia las
necesidades colectivas, no hacia la acumulación privada.
Contra
la educación neoliberal: por una escuela del pueblo
El
modelo neoliberal ha transformado la escuela en empresa, a los estudiantes en
consumidores y a los docentes en operadores. Se ha reemplazado la solidaridad
por la competencia, el pensamiento crítico por resultados estandarizados. Ante
este panorama, urge reivindicar una escuela del pueblo: pública, gratuita,
intercultural y liberadora.
Esta
escuela no debe formar “capital humano”, sino sujetos históricos, conscientes
de su realidad y capaces de organizarse. Su currículo debe construirse desde
las comunidades, incorporando sus saberes, lenguas, luchas y memorias. Solo así
será una herramienta para la transformación social y no para la reproducción de
la dominación.
El
rol del Estado y la centralidad del poder popular
La
educación como derecho no puede depender del mercado; requiere del Estado como
garante del bien común. Exigir un presupuesto digno para la educación –como el
6 % del PIB– no es una demanda corporativa, sino una lucha por la soberanía y
la justicia social.
No
obstante, el Estado por sí solo no es suficiente. Es imprescindible construir
poder popular desde abajo: articulando movimientos sociales, comunidades
educativas y organizaciones campesinas e indígenas. La Educación para el
Desarrollo debe ser democrática, popular y transformadora, capaz de formar
sujetos que no solo comprendan el mundo, sino que lo transformen con conciencia
y acción colectiva.
Conclusión
Educar
no es preparar para un futuro abstracto, sino sembrar en el presente las
semillas de una sociedad distinta. Desde una perspectiva emancipadora y
marxista, la Educación para el Desarrollo de los pueblos es una práctica de
libertad, una estrategia de lucha, un compromiso con la vida.
En un
mundo marcado por la crisis civilizatoria y la desesperanza inducida, la
pedagogía crítica se convierte en una necesidad urgente. Como afirmaba Paulo
Freire, “la educación no transforma el mundo, transforma a las personas que van
a transformar el mundo”. En esa transformación radica el verdadero desarrollo:
no un camino impuesto desde arriba, sino un proceso construido desde abajo, con
conciencia, lucha y esperanza