La historia de nuestros pueblos nos trae a la
memoria, que hombres y mujeres de las clases populares son quienes han
enarbolado y seguirán enarbolando la lucha contra las injusticias y la
corrupción, para acabar con las profundas desigualdades sociales que aún
persisten. La cotidiana historia nos recuerda que la derecha reaccionaria y la Iglesia-Opus
Dei se aliaron para explicar desde sus intereses, la razón de estas
desigualdades; y, no solamente que las justificaban sino que las exaltaban
enseñando a los pobres a resignarse mientras ellos por su brillantez se
apropiaban de su trabajo y de su libertad.
Hoy no se puede desconocer que el gobierno
“revolucionario” se esfuerza por disminuir las desigualdades estructurales que
nos afectan. No obstante, la confrontación con los sectores neoliberales y la
alianza con las organizaciones populares resulta ser una falacia, porque
mientras con los primeros en no pocas veces se ve obligado a ceder, a los
segundos los combate con el hostigamiento y la persecución. Lejos están las
tesis de la revolución social, quizá han aumentado los esfuerzos por mejorar la
educación, salud, vivienda, vialidad; en tanto se agravan cuando no se
criminalizan la libertad de organización y de expresión.
En el país hay tantos acontecimientos de corrupción
e inseguridad, denunciadas o no, que enterarse estimula náuseas. Sin embargo,
quiérase o no, los sistemas judicial y legislativo no están suficientemente preparados
para poner fin y erradicar estos males sociales, ni a hacer las leyes que nos
aseguran el buen vivir.
Lo cierto es que, en el camino electoral, tanto “revolucionarios”
como “contrarrevolucionarios” se corretean con propaganda proselitista
aflorando y ahondando perniciosamente las desigualdades sociales.
Mientras esta
cruda realidad no cambie, las condiciones objetivas para la protesta popular
irán madurando.