La figura del Papa Francisco representó una esperanza encarnada, un susurro de dignidad en medio del estruendo de la injusticia. Su elección como pontífice no fue solo un hecho religioso, sino un acto profundamente político que resonó con las aspiraciones de millones que, día tras día, enfrentan el hambre, la exclusión y el olvido. Francisco no fue un Papa para los poderosos ni para las élites económicas; fue un Pastor que caminó con el pueblo, que habló desde sus heridas y vivió su fe como compromiso activo con los oprimidos.
Al tomar el nombre de Francisco, en honor a San Francisco de Asís, envió un mensaje claro: su papado estaría del lado de quienes el sistema descarta. Su postura crítica al capitalismo y la denuncia de la desigualdad y la injusticia global le valieron acusaciones de “comunista”. Para los marginados, sus palabras fueron un bálsamo: “quiero jóvenes revolucionarios, (porque) Latinoamérica será víctima hasta que no se libere de imperialismos explotadores”, dijo en Brasil, apelando a quienes sueñan con un mundo más justo.
Su raíz jesuita no es un detalle menor. Los jesuitas, históricamente críticos, han promovido una Iglesia comprometida con la realidad social. Francisco no se limitó a orar por los pobres; luchó por ellos dentro y fuera del Vaticano, enfrentando a una curia hostil, aliada con intereses del gran capital y sectores ultraconservadores que lo vieron como una amenaza.
A diferencia de muchos de sus predecesores, percibidos como representantes de una iglesia alineada con las élites dominantes, más preocupada por preservar el orden establecido que por transformar la realidad de los excluidos. Su legado es el de una Iglesia abierta, humana y fraterna. Francisco no temió ensuciarse los pies en los caminos del pueblo.
Tras su partida, los pobres sienten que han perdido un aliado. Pero también saben que su ejemplo perdura. Porque, como bien entendía Francisco, la fe que no promueve la solidaridad de los poderosos hacia los humildes, no es verdadera fe, sino decoración vacía. Su muerte, es una invitación urgente a continuar la lucha por una iglesia más justa y humana.
Finalmente, la elección del sucesor del Papa Francisco no será una simple designación espiritual porque las diversas corrientes dentro de la Iglesia, pugnarán por imponer su visión política en un cónclave cargado de maniobras estratégicas y de tensiones ideológicas.