Nos acercamos a un nuevo proceso de elecciones, la ciudadanía está muy pendiente del calendario porque como todos sabemos, no solo está en juego el alojamiento en Carondelet, las curules de la Asamblea Nacional y las nuevas autoridades de los GADs, sino que lo que realmente importa es, cómo las nuevas autoridades hayan ganado la contienda electoral. Ahora que quienes intervienen saben con demasía que las trapacerías y deslealtades habituales serán evidentes porque estarán bajo la lupa y escrutinio de la opinión pública local y nacional.
Pese a las permanentes discrepancias entre los miembros del Consejo Nacional Electoral, se espera que la conducción del proceso sea equitativo y neutral, y que se perciba como tal. Debido a la pandemia el acto de elecciones se realizará de manera diferente, extraordinaria, por eso los mecanismos y procedimientos deben ser confiables. A los ciudadanos se nos debe asegurar que solo aquellos que cumplen con todos los requisitos legales podrán ser candidatos, de igual manera al momento de emitir el voto se nos debe garantizar absoluta libertad, sin las consabidas presiones para la compra y coacción del voto por parte de varias instituciones públicas, que en estos tiempos se convierten en muy aceitadas maquinarias electorales.
El impacto del binomio financiamiento y corrupción en los procesos electorales, siempre ha sido negativo, no solamente por el robo y lavado de recursos económicos, sino, y esencialmente porque ha mermado la legitimidad de la democracia y de los elegidos. Si la corrupción ha puesto en jaque la estabilidad y credibilidad del gobierno, pareciera confirmarse que se llegó a contagiar al propio Consejo Nacional Electoral y consecuentemente al proceso electoral. Se confirma también, que las maquinarias electorales con mayor financiamiento tienen mayores índices de corrupción por parte de los actores incluyendo a los partidos, gobiernos y autoridades de control. Dicho de otra manera, donde hay más billete hay más ilícitos, y a aquellos “políticos” inicialmente honestos, el sistema los corroe, tiende hacerlos dependientes del dinero, del clientelismo, de la oportunidad entre comillas.
La idea de moralizar la política no es de ahora, pero es urgente retomarla para erradicar o al menos disminuir el deterioro social que mancha a las instituciones por la creciente corrupción. Este deterioro marcado mayormente durante los gobiernos de la mal llamada revolución ciudadana y colapsado durante la pandemia, cuando los escándalos que involucran a malos funcionarios y políticos vivarachos, ha fatigado la paciencia de los ciudadanos. Por tanto, sino protestamos exigiendo sanciones y no solamente el cambio de administradores, todo seguirá igual, “mientras no cambien los dioses, nada habrá cambiado”.
Lo cierto es, que el sistema vigente tiende a favorecer a los banqueros y grandes empresarios, a la vieja y podrida partidocracia, quienes son expertos en disuadir la corrupción y en estimular el clientelismo particularmente en los sectores más pobres, a lo que se suma, que los ecuatorianos mayoritariamente no tenemos formación política para hacer una valoración del entorno socio económico. Al fin y al cabo somos lo que queremos, decía Eduardo Galeano.
Pese a las permanentes discrepancias entre los miembros del Consejo Nacional Electoral, se espera que la conducción del proceso sea equitativo y neutral, y que se perciba como tal. Debido a la pandemia el acto de elecciones se realizará de manera diferente, extraordinaria, por eso los mecanismos y procedimientos deben ser confiables. A los ciudadanos se nos debe asegurar que solo aquellos que cumplen con todos los requisitos legales podrán ser candidatos, de igual manera al momento de emitir el voto se nos debe garantizar absoluta libertad, sin las consabidas presiones para la compra y coacción del voto por parte de varias instituciones públicas, que en estos tiempos se convierten en muy aceitadas maquinarias electorales.
El impacto del binomio financiamiento y corrupción en los procesos electorales, siempre ha sido negativo, no solamente por el robo y lavado de recursos económicos, sino, y esencialmente porque ha mermado la legitimidad de la democracia y de los elegidos. Si la corrupción ha puesto en jaque la estabilidad y credibilidad del gobierno, pareciera confirmarse que se llegó a contagiar al propio Consejo Nacional Electoral y consecuentemente al proceso electoral. Se confirma también, que las maquinarias electorales con mayor financiamiento tienen mayores índices de corrupción por parte de los actores incluyendo a los partidos, gobiernos y autoridades de control. Dicho de otra manera, donde hay más billete hay más ilícitos, y a aquellos “políticos” inicialmente honestos, el sistema los corroe, tiende hacerlos dependientes del dinero, del clientelismo, de la oportunidad entre comillas.
La idea de moralizar la política no es de ahora, pero es urgente retomarla para erradicar o al menos disminuir el deterioro social que mancha a las instituciones por la creciente corrupción. Este deterioro marcado mayormente durante los gobiernos de la mal llamada revolución ciudadana y colapsado durante la pandemia, cuando los escándalos que involucran a malos funcionarios y políticos vivarachos, ha fatigado la paciencia de los ciudadanos. Por tanto, sino protestamos exigiendo sanciones y no solamente el cambio de administradores, todo seguirá igual, “mientras no cambien los dioses, nada habrá cambiado”.
Lo cierto es, que el sistema vigente tiende a favorecer a los banqueros y grandes empresarios, a la vieja y podrida partidocracia, quienes son expertos en disuadir la corrupción y en estimular el clientelismo particularmente en los sectores más pobres, a lo que se suma, que los ecuatorianos mayoritariamente no tenemos formación política para hacer una valoración del entorno socio económico. Al fin y al cabo somos lo que queremos, decía Eduardo Galeano.